Esa reunión de consorcio, lo recuerdo bien, no fue como cualquier otra.
Habrá sido en el invierno, supongo, aunque olvidé el día y otras circunstancias: pasó mucho tiempo ya. No sé por qué se me vino a la memoria después de tantos años y con tanta claridad.
Era un día lluvioso y pesado. Había un par de paraguas abiertos en el piso.
Salvo los del 4° “D”, que estaban en plena guerra fría con la administración, no faltaba nadie.
Los tópicos, los aburridos tópicos de la vida común, no tuvieron nada de particular: expensas extraordinarias, la seguridad, los ascensores que funcionan cuando tienen ganas, la limpieza del patio, los arreglos del quincho, los que opinan de más, los que opinan de menos, los que te dicen una cosa en privado y después en público hacen una vuelta carnero.
Lo de siempre.
Pero esa reunión no terminó como siempre.
―Perdón, ¿nadie va a decir nada de lo que pasa en el 6°? ―dijo Eliseo, cuando ya todos se estaban levantando para firmar el acta de la reunión.
―¿Qué pasa con el 6°? ―dijo Ramón, que vivía en el 6° “B”.
Mientras unos cuantos aprovecharon para huir, Julio, el encargado, entró con la escoba en mano. Todos decían que trabajaba poco, que la escoba andaba por todos lados menos por el suelo. También se quejaban de su ritual de mojar la vereda y de tener que esperar a que moviera la manguera a un lado para poder entrar al edificio. Yo me llevaba bien con Julio, le prestaba libros y siempre los devolvía, menos uno de Roald Dahl. Estoy seguro de que el de Roald Dahl se lo presté a él.
―Ya sabés qué pasa, Ramón ―dijo Eliseo―. Te lo dijimos mil veces. Hasta la administradora lo habló con vos. No podés vivir haciendo ruido, martillando, taladrando, llevando y trayendo cosas, yendo de acá para allá como si fuera un hostel.
―Es mi casa. Puedo hacer lo que quiera.
―Hay reglas y horarios. Si querés, te consigo una copia del reglamento. Además, no entiendo esa necesidad de estar constantemente haciendo cosas, de moverse a cada rato. ¿No te podés quedar quietito un día?
―¿Quién te dijo que yo me muevo? ¿Y cómo sabés que yo me muevo a cada rato? No tenés ninguna prueba.
―Soy tu vecino, vivo al lado, no necesito pruebas. El movimiento es evidente. En este caso, es audible. Ayer, por ejem…
―¿Y qué es el movimiento? ―interrumpió Ramón.
―¿Cómo que qué es el movimiento? ¿Tengo que explicarte? No seas ridículo, haceme el favor.
―Si sos tan amable.
Eliseo se paró y caminó en círculos por el hall.
―Ahí tenés el movimiento ―dijo agitado, después de sentarse―. Más claro imposible.
―El movimiento no existe.
―¿Cómo que no existe? Te lo acabo de demostrar.
―No, me lo acabás de mostrar, que es otra cosa.
La abogada del 8°, que observaba atenta como yo la discusión, me dijo por lo bajo que parecía como si nos hubiésemos trasladado de un edificio de Palermo Viejo a la Acrópolis de Atenas. Me lo dijo tan bajo, tan cerca, tan de repente que no vi venir el impacto, uno de esos que te aturden y te sacan de la realidad, dejándote sin ganas de volver. Y eso que no me miró a los ojos. Recuerdo haberle dicho, luego de dos o tres segundos deplorables, que nunca había visto a Julio así de callado, como si realmente disfrutara el debate.
―No me podés decir semejante estupidez ―dijo Eliseo, golpeando el respaldo de la silla de al lado―. ¿Hasta cuánto nos vamos a tener que aguantar la situación? Hace cuatro años que venimos diciéndote lo mismo. El tema parece eterno.
―La eternidad no existe.
Ramón era un sofista incurable. Eliseo lo sabía, y solo por curiosidad, para ver con qué nueva idiotez saltaba ahora, preguntó:
―¿Cómo que no existe? Para vos no existe nada.
―Para mí existe la muerte. Y la muerte nos queda bien.
―Basta. Me niego a seguir esta discusión absurda.
―Pará, escuchame. ¿Tenés algo mejor que hacer? ¿O me vas a decir que estás apurado por ir a ver la televisión mientras preparás una comida espantosa? ―Eliseo le hizo un gesto cansado para que siguiera adelante. De verdad no tenía más ganas de confrontar―. Te decía que la muerte nos queda bien. Lo bueno dura poco y es por eso, por la proximidad del fin, que lo disfrutamos. Imaginate si fuera distinto, si todo se prolongara indefinidamente, lo hartante que sería. Te digo más: los momentos más aburridos son los más parecidos a la eternidad. La sala de espera, un día insufrible en el trabajo, la fila en el Banco, la incomodidad del ascensor. Ahí es cuando el reloj se paraliza y nosotros deseamos que funcione más rápido, que deshoje las horas como una amante insegura. Ahí es cuando preferimos que nuestros minutos sean un poco más mortales. En cambio, cuando disfrutamos, el reloj se pone ansioso y apura la aguja para no ser testigo de nuestra dicha. Los momentos más efímeros son los más parecidos a la felicidad. En ese sentido, el tiempo pocas veces resulta un aliado. Generalmente se comporta como un dios menor. O como una deidad envidiosa. Por eso, los acontecimientos más íntimos y asombrosos son los que menos hace durar: el beso y el alba. Y esa es nuestra desgracia, pero la contingencia tiene su encanto. “Hoy estamos y mañana no” para muchos es sinónimo de resignación libertina. Para mí, es lo que nos lleva a buscar que cada cosa que hacemos valga la pena. En el cielo no hay penas. Y como no hay penas no hay instantes valiosos. Es un lugar estable que no sabe de intensidades. Si después de muertos nos espera la eternidad, entonces el paraíso es este. Lo perpetuo es más asfixiante que el vacío. Prefiero la náusea de Sartre a la beatitud diurética de Tomás de Aquino. Aunque si tengo que elegir una filosofía, me quedo con la de Hemingway.
La abogada, la pareja del 3°, Julio y yo cada tanto cambiábamos de posición las piernas y nos mirábamos, incrédulos.
Eliseo respiró hondo antes de contestar.
―Ramón, no mencionaste la parte más importante, que es donde se desploma toda tu teoría. Sin duda que hay situaciones en las que uno desearía que el presente, estancado como un lago, fluyera como un río. Pero también hay minutos preciosos que tienen delirios de inmortalidad. Es inevitable, al besar a una mujer hermosa, tentar a la fortuna para que el beso dure un poco más. Ahí es cuando chocamos con nuestras limitaciones: nos gustaría manipular el tiempo y ni siquiera podemos tocar a las aves. ¿Quién no desearía agregar un día más a sus vacaciones? ¿Qué chico no desea que la pelota nunca se hubiera ido de la plaza? ¿Quién no querría adueñarse de la luz del alba y guardarla en la habitación para contemplarla de noche? Esos minutos preciosos son anticipos de eternidad, paraísos limitados. Y probablemente sean las imágenes que nos torturen antes de morir. Buscamos placer permanente, como si intuyéramos un derecho antiguo a una alegría duradera. Aspiramos a repudiar los desenlaces como si fuera lo más natural del mundo. ¡No queremos que nada termine, como no sean nuestros dolores! Nada nos sacia, ¿y por qué seguimos esperando que algo lo haga? Nada nos sacia, ¿y qué es lo que nos sigue impulsando entonces? ¿Cuál es el principio del movimiento? El deseo, me vas a decir. ¿Cuál es el principio del deseo y, en todo caso, adónde nos lleva? ¿Por qué seguimos deseando si sabemos que esa es la causa de nuestra angustia? Es difícil decirlo. Quizás nuestra conciencia viajó más que nuestro cuerpo y visitó algún sitio donde el deleite no se agota, o al menos no tan rápido. Dicen que somos pasiones insatisfechas (inútiles, decía Sartre, pero eso habrá sido porque él no le encontró sentido a las suyas. Como todo filósofo, era un poeta apresurado). Nacemos y deseamos y nos desangramos para que el placer no sea la gloria de un día y se convierta en un estado. Soñamos con un fogón espléndido y terminamos jugando con fuegos artificiales. ¿Será que estuvimos llenos alguna vez? Lo cierto es que ahora estamos vacíos y esclavos de lo sucesivo. Ni el gozo más fuerte es capaz de vencer al microsegundo más débil. Y nos frustramos, conocemos la desesperación, sin saber que desesperamos porque estábamos esperando. Tal vez sería más apropiado decir que somos pasiones que esperan. De todas formas, no creo que el cielo sea un lugar estable que no sabe de intensidades, sino que la tierra es un lugar intenso que no sabe de paz. Yo prefiero a Platón… porque no entiendo a Milton.
―Se ve que no leíste a Sartre ni a Russell. La realidad oprime nuestra existencia y por eso apoyamos la idea de felicidad en cosas que no existen…
Al escuchar ese diálogo imposible debí extrañar las conversaciones de fútbol con que terminaban siempre las reuniones de consorcio. Imagino que también habré tenido ganas de subirme a un colectivo cualquiera solo para hablar del clima con el chofer.
―Ya vuelvo ―avisó Julio, encarnando mis intenciones―. Salgo a fumar un pucho.
Nunca volvió.
Días después lo encontraron acampando en la terraza, ajeno a las responsabilidades de encargado que se cifran en la planta baja y el subsuelo. Al parecer, caminaba en círculos con la escoba inútil en la mano, sin propósito alguno. Cuando se mareaba, subía al ascensor y bajaba hasta el primer piso para volver después al último, cronometrando los trayectos. Algunos lo vieron intentando meter un rayo del sol adentro de un vaso de vidrio. Otros lo vieron entablando diálogos irrecíprocos con los pájaros y dando abrazos, besos interminables a su mujer, mientras inhalaba su perfume y contenía la respiración hasta ponerse completamente rojo. Ramón juró que lo había encontrado acostado en la losa fría ―tapado solamente con un poncho por cuyo hueco se asomaban sus ojos abiertos― en una rigidez de cadáver que sostenía durante horas, como si no quisiera hacerle concesiones al tiempo. Luján, la abogada (creo que ya es momento de aclarar que es mi esposa, y que gracias a su ayuda pude reconstruir aquel diálogo de la forma más exacta posible), lejos de desmentir la versión de Ramón, contó que ella misma había sorprendido al encargado de rodillas, hablando solo bajo la lluvia.
Todos los vecinos decían que se había vuelto loco. Él decía que perseguía a Dios.
Pasaron varios años de la última vez que lo vi. Me enteré que murió hace dos meses, de cáncer de pulmón. Si acaso encontró lo que buscaba, nadie puede asegurarlo. Dicen que los muertos son profetas silenciosos.
Siempre me llevé bien con Julio, que en paz descanse. Donde sea que esté, seguro tiene su escoba. Y tal vez, ya indiferente a las reglas de la propiedad privada, un libro usado de Roald Dahl.